Le había acompañado desde hacía años. Cuando lo compró aún era, podría decirse, joven. Por aquel entonces ya los había mucho más sofisticados: con cerradura de combinación o una estética mucho más moderna. Pero el suyo era mucho más sencillo, de cobre y con llave. Cuando él tenía treinta y tantos estaba nuevo y brillante y abría a la primera. Para él resultaba casi un símbolo de su compromiso semanal con el gimnasio, cuando iba allí y levantaba pesos de muchos kilos, o corría, pedaleaba o nadaba durante kilómetros. Bastaba un movimiento de los dedos para abrirlo o cerrarlo con un único chasquido.

Cuando él tenía cuarenta y tantos empezó a fallar, y era normal, de tanto uso… La mayoría de las veces no era molesto, se trataba simplemente de una pequeña resistencia al abrirse, que le dificultaba un poco más las cosas. Pero ni por asomo se planteó cambiarlo, porque llevaba con él diez años, aquel símbolo de su compromiso con el esfuerzo físico y la disciplina semanal. Así que no lo cambió. 

Por aquel entonces fue cuando se separó. Con su mujer no había tenido hijos, lo cual simplificó las cosas. Recordaba cómo le había ayudado en aquellos años su fidelidad al ejercicio semanal, la camaradería de sus amigos al quedar para correr o hacer ejercicio. Lo dejó en la mesa del recibidor, lo cogía al salir y lo volvía a dejar allí al volver; le resultaba más fácil que llevarlo en la bolsa del gimnasio, que cambiaba según la circunstancia, ya fuera a hacer bici, natación o aparatos 

Fueron pasando los años y siguió siendo un hombre deportista. Se dio cuenta de que ya no levantaba el mismo peso, ni corría los mismos kilómetros, al menos no sin cansarse mucho más. Bueno, pensó, es ley de vida, se dijo, lo normal cuando cumples años es que vayas perdiendo energía, aunque hayas sido constante y disciplinado. Lo importante es no dejarlo, se decía, mientras observaba a su  inseparable compañero de cobre, en la mesa del recibidor. Lo importante es que llevaba más de veinte años haciendo deporte, y no lo iba dejar. Como símbolo de su alianza, le grabó sus iniciales.

Ahora ya era tan único como él. 

Como si de un espejo suyo se tratara, también había empezado a fallar, pero esta vez de forma más notoria. Algunas veces se encasquillaba y no había manera de abrirlo a la primera, y tenía que hacer dos o tres intentos. La llave entraba, pero costaba más sacarla y se quedaba atascada. Le preocupaba el tema porque su mayor temor era tener que llamar a un operario del gimnasio, como había visto alguna vez, que lo cortara con unas enormes cizallas, porque él no quería cambiarlo. Después de tantos años le había cogido cariño. Todo se solucionó cuando se dio cuenta de que lo único que debía hacer era girar la llave un par de veces antes de cerrarlo o abrirlo. Con esto encontraba la posición y funcionaba perfectamente. Ya no era tan rápido, pero le sirvió para mantenerlo en uso.

Con más de cincuenta años, seguía solo. Había tenido alguna relación, pero nada comparable a cuando estuvo casado varios años. La mayoría de las mujeres que conocía, o eran muy independientes, difíciles para una relación a largo plazo, o tenían cargas familiares de algún tipo. Paradójicamente, era más fácil el compromiso con las segundas que con las primeras, pero no sabía si estaba preparado para incluir un niño o un adolescente en su vida. Así que sus relaciones duraban poco, porque en algún momento ellas sentían en él una indecisión que como madres no se podían permitir. 

Pero el hábito del gimnasio semanal le daba vida, seguía siendo una costumbre irremplazable y un lugar donde se encontraba con amigos y amigas. Llegó el momento en el que una de ellas empezó a mirarle de otro modo, o eso quiso imaginar, porque también él empezó a mirarla de otro modo. Tenía una hija adolescente, así que no era distinta a otras que había encontrado, pero esta vez, al contrario que otras, la chica le cayó muy bien. Al tiempo empezaron a salir, y todo iba sobre ruedas hasta que ella empezó a incluirle en algún encuentro familiar, y trató de hacerle visible para su hija como una nueva referencia paternal. Él no se acababa de sentir seguro en ese rol, así que todo empezó a zozobrar.

Mientras tanto, se estaba planteando algo para él inusitado. Reemplazar a su metálico y fiel amigo habría sido inimaginable un par años atrás, pero cada vez fallaba más y ya no eran dos, sino tres los giros que debía dar para poder abrirlo o cerrarlo. Así que había pedido consejo y uno de sus amigos le había hablado de un nuevo modelo de combinación, que nunca fallaba, solo tenía que elegir el número que lo abría y se podía olvidar de llaves para siempre. Así que lo compró, y empezó a dejarlo en la misma mesilla que el viejo. Durante unas semanas, cuando iba al gimnasio, llevaba los dos. Hacía pruebas con el modelo de combinación, pero por algún motivo se resistía a cambiarlo. Sentía que le faltaba algo cuando entraba en el gimnasio o la piscina sin su llave, era como si ese sencillo instrumento le diera fuerza. Tenía una pequeña broma con su nueva pareja, porque ella siempre se reía al verle aparecer con la llave colgada del cordón del pantalón y le preguntaba si todavía no había cambiado ese pedazo de chatarra. 

Hasta que un día falló del todo. Intentó abrirlo una y otra vez, pero no hubo manera. Había llegado el momento de su jubilación, pero le daba mucha tristeza. Cuando fue a la recepción del gimnasio llevaba en su mano el nuevo, junto con la llave. Quería decirle al personal del gimnasio que tenía uno nuevo y no pasaba nada por romper el viejo. Sin embargo, la casualidad o algo más quiso que se encontrara en la pecera de la recepción con su pareja que acompañaba a su hija adolescente; que por algún motivo ese mismo día no lograba abrir el suyo.

Él miró a su compañera aquel día de un modo especial,  y miró también  a la hija. Y lo que vio en el fondo de los ojos de la primera lo vio reflejado en los ojos de la segunda, y se dio cuenta de que quería seguir contemplándolo, quizá toda la vida… Así que cuando llegó el operario con las cizallas tomó la resolución.

—¿Por cuál empezamos? —dijo el hombre.

—Por el suyo —contestó él, señalando a la chica—. Yo lo voy a intentar de nuevo con el viejo. Le tengo cariño. Ademas, ¿sabes qué? —dijo a la hija de su amiga—, te regalo este, me han asegurado que nunca, nunca te fallará—. Luego se acercó a su madre y susurró, mirándola a los ojos—: como yo.

Se dio la vuelta y se dirigió de nuevo al vestuario. Seguro que con algunas vueltas más y un poco de paciencia volvería a funcionar.

© Pedro Alcoba González 2024 (excepto la imagen que acompaña el texto)


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