La mujer que se dirigía al trabajo no sabía que aquel iba a ser un día especial en su vida. Sí, había vivido algunas crisis en el pasado, pero nada similar a lo que le esperaba. Sin embargo, sí hubo un sexto sentido que la alertó, quizá mucho antes que al resto, de lo que se avecinaba. Por eso  vio descender del cielo aquella especie de bruma negra antes que nadie. Como aún no estaba cerca de donde ella se encontraba, se pudo fijar en sus efectos en un viandante que estaba unas manzanas más allá. La bruma había descendido sobre él con más rapidez de lo que lo haría en su zona y le dio tiempo a observar. El hombre primero se vio sorprendido por la bruma que le cubría de repente, luego empezó a toser, y al poco ella se dio cuenta de que le faltaba el aire, porque se llevaba una mano a la garganta mientras hacía esfuerzos por inhalar. Después perdió pie y se cayó al suelo, sin duda afectado por la falta de aire. Ya desde el suelo, hacía amago de gritar, pero desde donde estaba no le podía oír, si es que se oía otra cosa que sonidos sordos, aunque sí veía su cara de desesperación, mientras se llevaba una mano al pecho y otra a la garganta, cada vez con más pánico, hasta que cayó tan largo era, y solo se veía ya movimiento en las piernas, que se agitaban con  una última convulsión. Sin duda había muerto. Tuvo el tiempo justo para mirar hacia el cielo y ver cómo descendía la bruma negra también donde ella se encontraba. Entonces miró alrededor. Algunas personas habían visto también morir al viandante.

—¡Ha muerto! ¡Refúgiense! —gritó, señalando la puerta automática de un supermercado, a la que se dirigió corriendo.

Y, como si hubieran despertado de un letargo, los viandantes que la rodeaban  reaccionaron y corrieron con ella hacia el supermercado. Algunos eran más grandes y veloces que ella, y alguno casi la arrolló a su paso; pero pronto entró, casi arrastrada por la marea de gente, en el supermercado, cuyas puertas automáticas seguían abiertas.

Pero su intuición permanecía alerta, se dio cuenta otra vez de la amenaza y volvió a gritar:

—¡Apártense de las puertas! ¡O no se cerrarán! 

Los otros viandantes la hicieron caso, y uno tuvo la feliz ocurrencia de romper el mecanismo, para que no se abrieran otra vez. Tuvieron el tiempo justo para impedir que la bruma negra les alcanzara. Otros no tuvieron tanta suerte; y la mujer que se dirigía al trabajo vio cómo los últimos que se acercaban a la cristalera eran alcanzados por la bruma, se llevaban la mano a la garganta o al pecho, mudando su expresión, invadidos por el absoluto terror de estar a punto de morir, mientras caían al suelo y sus rostros se congestionaban más y más, hasta el momento en el que morían. 

Todos  los que se habían refugiado con ella miraban asustados los cadáveres que había en el suelo. Solo después de transcurrida la primera media hora, advirtieron hombres vestidos de blanco de abajo arriba, seguramente cuerpos de seguridad o sanitarios, que caminaban entre los muertos tomándoles el pulso. A algunos los recogían y se los llevaban, a otros los dejaban allí. La mujer que se dirigía al trabajo no sabía la causa de aquella selección.  No podía dejar de mirar a través del cristal aquel macabro espectáculo de los hombres de blanco, paseando entre cadáveres, recogiendo algunos y dejando otros.Resultaba hipnótico.

Todo había pasado en apenas una hora, aquella bruma negra había descendido de nadie sabía dónde, invadiendo las calles, y muchas personas habían muerto. Nadie supo reaccionar hasta mucho después del primer impacto. Resguardada en el supermercado, la mujer que se dirigía al trabajo tuvo tiempo para pensar. Se extrañaba de que solo ella hubiera intuido la peligrosidad de la bruma, que de hecho se disipó con la misma velocidad que había llegado, dejando regueros de cadáveres en las calles. 

Estuvieron todavía dos horas más dentro del supermercado, hasta que les dijeron que las autoridades habían analizado el aire y les anunciaron que no quedaba rastro de la bruma en él, que era por tanto el momento salir y que debían retirarse a sus casas, y cerrar y sellar puertas y ventanas. Se había proclamado el estado de alarma. A todos los que estaban refugiados en el supermercado les llevaron unas camisetas de largas mangas para cubrir también sus manos, que para asegurarse ataron después. También les pusieron escafandras de plástico transparentes conectadas a pequeñas bombonas de oxígeno para evitar que, si la bruma volvía, la inhalaran. Así ataviados, los hicieron salir en fila india. A ella la condujeron hasta un improvisado asiento frente a una ambulancia, donde la dijeron que se sentara a esperar, porque tenían que asegurarse de que no estaba infectada por la bruma.

Desde la ambulancia, frente a ella,  salió una voz de hombre que parecía estar  sentado al fondo —sin duda se protegía así de la posibilidad de que la bruma volviera—.

—Dígame, ¿sabe por qué está aquí? —dijo.

—Sí, creo que se quieren asegurar de que no estoy infectada por esa bruma negra.

—¿Y cree que lo está?

—Sí, no he respirado la bruma, y ni siquiera me he acercado a ninguno de esos cadáveres, si es lo que le preocupa.

La mujer que se dirigía al trabajo señaló los dos cadáveres que estaban más cerca, uno a cada lado de la ambulancia.

—¿Por qué cree que ellos acabaron así?

—Supongo que porque no tuvieron la misma intuición de que la bruma negra era letal.

—¿Y usted por qué cree que la tuvo?

—Pues no lo sé, pero me di cuenta antes que el resto.

—¿Usted cree que ellos están muertos? —dijo el hombre, señalando a su derecha y su izquierda.

—Claro que están muertos, no se han movido en más de dos horas. Lo que no sé es por qué no los han recogido.

En aquel momento, la mujer que se dirigía al trabajo vio algo que le sorprendió  tanto que tuvo que contener un grito. El cadáver que estaba a la izquierda de la ambulancia se incorporó de repente, se puso de pie y dijo:

—Pero yo no estoy muerto, ¿por qué cree que sí lo estoy?

La mujer que se dirigía al trabajo, asustada, casi gritó:

—¡Porque está usted pálido, tiene unas tremendas ojeras, y muy mal aspecto!

—¿Tan mal estoy?

—Sí, ¡demonios! ¡Está usted muy enfermo!

Volvió a oír otra vez la voz del hombre que salía de la ambulancia.

—¿Cree que es contagioso?

—¡Claro que sí! ¿No lo ha visto antes? Además, ¿usted es médico, no?

—Sí, lo soy.

—¿Pues por qué no se llevan a ese hombre para curarlo y de paso me dejan refugiarme a mí?

En aquel momento, al lado derecho de la ambulancia, el otro hombre se incorporó y se levantó también. 

—¿Yo también estoy enfermo?

—¡Dios! ¿Pero qué está pasando? —dijo la mujer—. ¡Claro que también está enfermo! Usted no solo está pálido, también tiene llagas. 

—¿Cómo son las llagas? —dijo la voz que salía de la ambulancia.

—¡No lo sé!  Si es médico, ¿por qué no sale aquí y lo examina?

—Podría hacerlo, pero yo trabajo de otra manera…  Necesito que me las describa.

—Son llagas longitudinales —dijo ella con paciencia—, a lo largo de la parte interior de los brazos, solo veo lo que no cubre esa camisa de manga corta. También tiene en la cara, una en cada mejilla. Puede que también tenga en las piernas, pero no estoy segura, porque los pantalones no me dejan verlas.

—Interesante… —dijo la voz del hombre de la ambulancia.

—Oiga, ¿por qué no sale aquí y lo ve por usted mismo? Parece que está escribiendo una tesis en lugar de ayudar…

El médico no contestó.

—¿Por qué no sale? —repitió.

—¿Estoy dentro de algo?

—Claro, ¡de la ambulancia!

—No, Elena, estoy aquí.

Entonces sucedió algo que la mujer que se dirigía al trabajo no entendió. De repente vio al hombre, entre la oscuridad. Estaba sentado, a unos metros de ella. Era un hombre calvo y con bigote y barba canosos. Llevaba gafas y la observaba a través de ellas.

—Estamos aquí, Elena,  mis compañeros y yo, para ayudarla. ¿Recuerda cómo empezó todo?

—Pues… yo me dirigía al trabajo, cuando tuve un presentimiento…

—¿A qué trabajo iba?

—Pues… —esto le resultó raro de expresar—-, la verdad es que no lo sé.

—Pero es fácil… Usted se dirigía al trabajo. ¿A qué se dedica?

—Claro… Soy… —Elena hizo un esfuerzo por recordar, sin éxito — …No lo sé, lo siento.

El hombre la miró fijamente y empezó un razonamiento extraño.

—Elena, usted no trabaja en nada, en realidad.

—Sí, creo que ahora recuerdo… Soy ama de casa, ¿no?

—No, Elena, lo era.  -Cada vez que aquel hombre mencionaba su nombre, a Elena le parecía que todo se movía, ahora creyó a percibir que no estaba en la calle. ¿Había vuelto al supermercado?— Usted no trabaja porque está internada aquí.

—¿Aquí?

—Sí, aquí. 

El hombre hizo un gesto amplio con su mano y señaló el entorno. Estaban en una habitación bastante grande.

—Pero, quién es usted? —preguntó Elena.

—Soy el doctor Lago.  La llevo tratando hace dos años.  Mis compañeros, que ya pueden sentarse —señaló a los dos hombres que estaban a su lado, que ahora no parecían enfermos, y sí iban ataviados con sendas batas blancas—, son el Enfermero Jefe Eduardo Pareja y mi ayudante, el doctor Téllez. 

Mientras los hombres se sentaban, Elena percibió con más claridad el entorno. Era una habitación color crema. Entre el hombre y ella había una mesa larga, y al otro lado estaban los tres hombres, sentados.

—Ha vuelto a tener una crisis psicótica, Elena.  Lo peor es que ha arrastrado a un puñado de pacientes de su pabellón a encerrarse en una de las salas y les ha convencido de su delirio, que había una bruma negra letal que caía del cielo. 

—Pues claro tenía que advertirles —dijo Elena, confusa.

—Claro, de una bruma inexistente —la atajó el médico—. Hemos tenido que darles la razón, haciéndonos pasar por militares, para ponerles la camisa de fuerza y sacarles de allí. Algunos pacientes están realmente aterrados, creen que en cualquier momento la bruma negra puede volver y matarlos. Tiene usted una capacidad de persuasión muy grande, Elena, no había visto otro paciente igual.

—Pero, yo me dirigía al trabajo…

—Usted no trabaja desde hace años, Elena. Pero para usted es muy importante creer que sí, porque en todos sus delirios ese es el único dato con el que se describe a sí misma: una mujer que se dirigía a su trabajo. Fue para usted una gran frustración que la echaran de su trabajo de enfermera. No hubiera sido grave, porque Roberto —el nombre causó otra  gran conmoción a Elena—, es decir, su marido, ganaba bastante para los dos. Pero usted pasó mucho tiempo en casa, porque él salía pronto y volvía tarde, y el aislamiento hizo brotar una psicosis latente. 

Elena reflexionó por unos instantes… Roberto era su marido, eso era cierto. Y estaban en una habitación y no en la calle, eso también era cierto… Pero… ¿Y si todo lo demás no lo era? Entonces fue cuando advirtió algo raro en el hombre que decía ser el doctor Lago. Lo disimulaba bastante bien, pero una parte de la piel de su muñeca parecía rota, y debajo se percibía con claridad una piel verde escamosa. Sin duda todo él era así, por debajo de esa apariencia humana… Y aquella habitación color crema, estaba claro,  no era más que una simulación creada en una nave espacial, la misma desde la que habían lanzado la bruma negra…

—Creo que ha vuelto a empezar… —dijo el doctor Lago a su ayudante, observando a la mujer con mirada perdida.

Pero Elena no lo oyó, porque estaba otra vez lejos, muy lejos de él.

© Pedro Alcoba González 2022 (excepto la imagen que acompaña el relato, tomada de Twitter – Santiago Arau)


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