Tan solo las coleccionaba. No hacía mal a nadie, y era algo habitual en un niño, así que al pequeño Adrián sus padres no se lo prohibieron. Unos niños se vuelven locos por las figuritas de super-héroes, otros por las de Star Wars o Disney, y algunos por las de las películas de Tim Burton. Adrián coleccionaba figuritas religiosas. Si lo piensas, no es tan raro. Son de un tamaño al alcance de un niño y tienen vistosos colores. Normalmente, están hechas con detalles realistas y no resultan inasequibles, porque las hay de muchos precios, al contrario que las figuras de las grandes marcas, invariablemente caras. 

Quizá, pensó su padre, la culpa había sido de la tía Mila — su tía materna Milagros—, que un día había aparecido con un pequeño San Pancracio, una figura de llamativos colores verde y granate, con un libro en la mano, un misterioso aro en la cabeza y una palma en la otra mano. La figurita sorprendió al pequeño Adrián sobremanera. Pensó que, igual que algunos superhéroes tenían un martillo, o un escudo, algo de poder tenía que haber en aquella rama que enarbolaba el santo. Y aquel aro… ¿no sería acaso un campo de fuerza que le protegía de cualquier golpe? Y qué decir del libro, seguramente contenía hechizos secretos para ser conjurados ante sus enemigos. 

Teniendo unos siete años, aquella figurita le encandiló hasta tal punto que pidió a su tía Mila más figuras parecidas. Esta, única creyente de la familia, estuvo encantada, y pronto le trajo un Santiago Apóstol (con aquella vara con una calabaza que llamó su atención) y un San Roque, que le encantaba porque tenía hasta un perro que le ayudaba, como algunos héroes de aventuras.

La tía Mila estaba muy complacida hasta que, en una de sus visitas, vio al pequeño Adrián en el suelo, absorto en un juego en el que se cruzaban, como si de espadas se trataran, el bastón de Santiago y la palma de San Pancracio, mientras Adrián gritaba.

—¡No te escaparás! ¡Mi vara acabará contigo!

Por suerte, no le había sorprendido en el momento en el que el perro de San Roque mordía a algún enemigo… Horrorizada, la tía Mila le quitó las figuritas y le explicó que no eran para jugar,  sino para rezarles, que eran santos y que su finalidad era inspirarnos a ser buenos.

—¿Como Supermán? —preguntó Adrián.

 Y aquello fue demasiado para la pobre tía, que decidió llevarse en ese mismo momento las tres figuritas.Solo gracias a la insistencia de su madre, logró Adrián quedarse con una de ellas.

—Déjale al menos a Santiago, mujer, que es su favorito…

La tía cedió porque, al final, quería dejar algún símbolo de su fe al pequeño, pero, sobre todo, porque su hermana le convenció que con una sola figurita no podía hacer que se peleara con ninguna otra. 

Y así, durante bastante tiempo, Adrián solo se dedicó a jugar con sus  antiguos muñecos, hasta que, tres años más tarde, volvió a suceder lo inevitable. En un viaje por Galicia, la familia García Núñez pasó por Santiago, y cuando entró en una tienda, al pequeño Adrián se le iluminaron los ojos. Allí no solo había un montón de figuritas de Santiago, algunas mucho mejores que la suya, ya muy desgastada, sino también otras, de diferentes colores y tamaños. Unas eran de color, otras de metal o de terracota, algunas incluso brillaban en la oscuridad… y había muchas figuras de santos que no conocía. Adrián se empeñó y no salió de allí hasta tener una nueva figurita de Santiago —más grande—,  que le compraron sus padres, otra de San Francisco de Asís, una tercera de un recuperado San Pancracio, y una cuarta de San Roque, estas últimas compradas con sus ahorros.

Y, por supuesto, las peleas entre santos se volvieron a repetir, si bien se ocultaron hábilmente en las escasas visitas de su tía Mila. Para sus padres, agnósticos, aquello no hacía mal  a nadie, mientras se circunscribiera al ámbito de su casa, así que dejaron prosperar la afición de Adrián, que conforme iba creciendo iba aumentando su colección. Por supuesto, le pidieron a su hijo que la guardara en el armario, pues a alguna de sus visitas —especialmente su tía Mila— podía no gustarle.

Todo fue muy bien hasta dos años más tarde, que sucedieron dos acontecimientos. El primero fue que Adrián, que ya se compraba figuritas con el dinero de su paga casi siempre, empezó a explorar otros ámbitos más esotéricos. Hasta entonces había comprado únicamente en tiendas religiosas o de recuerdos del ámbito cristiano, pero, una vez que paseaba por el centro, una tienda llamó poderosamente su atención. Vio desde lejos unas barritas de incienso encendidas, rocas iluminadas y mucho colorido. En el escaparate había un montón de figuras. Había muchas rechonchas de un hombre gordito, calvo, semi-desnudo y alegremente repantingado. También otras que llamaron su atención de un hombre con cabeza de elefante y cuatro brazos; y otra figura de un hombre azul, con cuatro brazos también, y las piernas en una posición de baile, con un círculo que lo rodeaba. Mientras recorría el escaparate con la mirada, todas llamaban su atención, pero había una de la que no pudo despegar su mirada desde el momento en que la vio. Se trataba de una mujer de color azul oscuro, y bailaba rodeada de un círculo, al igual que el hombre, pero tenía seis brazos, en lugar de cuatro, en algunos de ellos llevaba armas, en uno incluso portaba la cabeza de un enemigo. La expresión de su cara era agresiva, los ojos eran rojos y la la lengua estaba provocativamente fuera de la boca, muy roja. Por si fuera poco, uno de sus pies estaba encima del cuerpo de un hombre caído, también allí representado. Adrián pensó que aquel personaje debía ser muy poderoso. Sin dudarlo, entró en la tienda y preguntó cómo se llamaba.

—Se llama Kali, es una diosa de la muerte y de la destrucción hindú —dijo la dependienta, con una expresión un poco extrañada, por el interés de un niño de poco más de diez años en la figura.

—¿Cuánto cuesta?

—Esta figura cuesta cincuenta euros, pero tengo otras más pequeñas…

—No, quiero esta, pero no tengo el dinero ahora… ¿Me la guardará?

—Claro, pero… ¿no te gustaría más un buda feliz? ¿O una de Ganesha? —dijo la dependienta, señalándole  otras figuras.

—No —dijo Adrián—. Quiero esta.

—De acuerdo, pues te la guardaré.

Adrián fue a su casa, reunió varios billetes de sus ahorros y, al poco tiempo, tenía la figura de la diosa Kali en su colección, que guardaba cuidadosamene en su armario. Era llamativamente grande y su expresión violenta destacaba sobre  las expresiones dulcificadas de  las otras figuras que ya tenía, así que decidió ponerla en un lugar central, rodeada de todas las demás, que situó frente a ella, como si Kali fuera la supervillana más poderosa, una amenaza para la humanidad que sus otros héroes se aliaban para combatir. Aquello, por supuesto, no habría gustado nada a la tía Mila, si lo hubiera sabido. 

Todo se hubiera quedado en eso, una afición secreta de un niño un poco más rarito de lo normal, si no fuera por el segundo acontecimiento de aquella época. Un día una de sus mejores amigas vino a jugar a su casa, pero quizá amiga era decir poco… Elena era de Adrián todo lo amiga que puede ser una chica de un chico, antes de que se dé la atracción que inevitablemente llega en los adolescentes. De momento, ese momento no había llegado, pero llegaría. De momento, eran muy buenos amigos, y eso era todo. Y a los mejores amigos es a los que enseñas tus mayores tesoros; así que un día, contraviniendo la orden de sus padres, Adrián decidió enseñar su colección a Elena. Contra todo pronóstico, a ella también le gustaron las pequeñas figuras de santos, que él iba dejándole en las manos tras sacarlos del armario.

—Este es San Francisco, y este San Roque, que ya ves que tiene un perro, y tengo dos de Santiago… —le fue diciendo.

Pero, finamente, llegó el momento de enseñarle la joya de la corona. Sujetándola con las dos manos, Adrián cogió la estatua de Kali y la puso en el suelo, con cuidado. Elena se la quedó mirando, con cara de extrañeza.

—Pero… Esta es muy rara, ¿no? —dijo.

—Es diferente, pero está muy bien hecha, ¿has visto? Y tiene  mucho poder.

—Pero tiene la lengua fuera, y la cabeza de un hombre en una bandeja… No me gusta… —contestó Elena, con un gesto de desagrado—, ¡me da igual el poder que tenga!

—Es una diosa muy poderosa en su cultura, puede fulminar a quien haga falta…

—Pero los santos son buenos, y este personaje es malo, se nota a la legua… ¡Fíjate! ¡Tiene brazos humanos como falda! ¡y cabezas como collar! ¡Es horrible!

A Adrián aquello no le gustó nada, porque la de Kali era sin duda su figura preferida, no le parecía nada bien que a ella no le gustara, incluso se enfadó un poco con su amiga. Tuvo que guardar la figura de Kali y el resto, sugerir que jugaran a otra cosa, y aguantar las miradas suspicaces de Elena el resto de la tarde.

Pero su secreto estaba desvelado, y solo fue cuestión de tiempo que lo supiera media clase. Adrián pasó a ser oficialmente “el raro”, por su extraña afición. Como esto siempre produce algún efecto en ciertos tipos de persona, empezó a sufrir ataques en el colegio.

—¿Así que te gustan los santitos? Pues sí que eres buenecito…. —le decía uno.

—Seguro que no quieres figuras de los vengadores, eso que tienes es de niñas… —le decía otro, menos agresivo…

—¿Es verdad que tienes la figura de un monstruo que corta cabezas?. Ya decía yo que eras un bicho raro, Adrián…

Este tipo de comentarios eran lo más suave que le decían. Tambien le quitaban la merienda en el recreo, y le decían que se la recuperaran sus santos, si era verdad que tenían superpoderes. Otras veces le tiraban salvajemente al suelo, haciéndole heridas en las rodillas, y le decían que le curaran sus santos. E incluso alguna vez le encerraron en el baño, apagando la luz, gritándole que seguro que su monstruo corta cabezas le libraría de aquello.

Adrián no decía nada sus padres, porque creía que, si se lo contaban, ellos echarían la culpa a su afición, en lugar de hablar con sus profesores y pedirles que protegieran a Adrián, que es lo que de verdad habrían hecho. Adrián imaginaba que tirarían todas sus figuritas y le dirían que se buscara otra afición, porque esta le traía problemas. Así que siguió aguantando.

Sin embargo, todo aquello llegó a su límite el día que lo atacaron en clase de gimnasia. Alguien tuvo la idea de hurtarle la ropa mientras se estaba cambiando, un chico bastante cruel llamado Roberto, que decía que había que preparar a Adrián para el martirio… El pobre Adrián se pasó toda la clase llamando desde el baño, hasta que el profesor de gimnasia le oyó, para no tener que salir al polideportivo totalmente desnudo.  Se sintió tan furioso por aquella humillación que decidió hacer algo que nunca había hecho: como su tía le había dicho, aquellas figuras estaban para rezarlas, así que eso fue lo que se propuso.  Pero pensó que para vengar la ofensa que le habían hecho, nada mejor que la poderosa diosa Kali, y a ella se dirigió esa misma noche. Al lado de la diosa Kali estaban también la figura de San Francisco, con su hábito color marrón y sus llagas, el San Roque, con el perro, Santiago, su favorito, con el bastón de peregrino y la calabaza, y también San Pancracio, con su palma y su libro. Los cuatro parecían observarle, mientras él dirigía sus peticiones a Kali. 

—Haz que paguen —le decía en voz baja, lleno de odio—, especialmente ese maldito Roberto, acaba con él con tu poder, no me importa lo que le pase, pero quiero que sufra…

Pero la diosa Kali seguramente no atendía las plegarias de niños occidentales, porque nada sucedió. La perversidad de Roberto siguió sin castigo, y continuaron coreándole frases ofensivas, empujándole en el recreo, y robándole la merienda. 

Por otro lado, cada vez que se presentaba delante de Kali, las otras figuras se le hacían también muy presentes. Su sola presencia, con sus rostros bondadosos, parecía decir a Adrián que debía cesar, como si le observaran. Adrián los cogió y los apartó a un lado y otro, pero no pudo evitar mirar con cariño la figurita de Santiago, que fue durante mucho tiempo su preferida. Por algún motivo, se lo metió en el bolsillo de su cazadora. Luego continuó con sus ruegos a Kali.

—Haz que paguen —decía una y otra vez, por la noche—, especialmente Roberto, hazle daño con tu poder, diosa Kali, … 

Se sugestionó de tal modo mirando a la pequeña figura, con sus ojos rojos y su espada rezumando sangre, que una noche le pareció que la figura ladeaba ligeramente la cabeza, señalando a la habitación de sus padres.

—Una señal… —se dijo Adrián—¿Eso quieres que haga?

Adrián sabía que su padre guardaba armas en el armario de su habitación: un par de machetes y una escopeta. Su padre había sido aficionado a la caza hacía años, a veces bromeaba en las comidas familiares diciendo que así había sido hasta que conoció a su madre. Pero era un secreto que todos sabían.  Por supuesto, Adrián sabía donde guardaba sus armas de caza, y también tenía terminantemente prohibido cogerlas. Pero se fió de Kali, que le había mandado una señal, y era poderosa. Estaba seguro de que le ayudaría. Renunció a la escopeta, porque no sabría manejarla, y cogió los dos machetes, que no tenían ninguna complicación. Los metió cuidadosamente en su mochila y se fue a dormir.

Al día siguiente se levantó a la hora de siempre y desde muy temprano fue el rostro de Roberto el que se presentó en su imaginación. Sabía lo que iba a hacer y sabía que Kali estaba de su lado. Aquel día tocaba gimnasia y el fin de semana tenían una excursión escolar, así que Sebas, el profesor de gimnasia, les iba a explicar el uso de los palos de senderismo. Adrián fue al vestuario para cambiarse, con su bolsa de deporte, pero también llevó su mochila, con los peligrosos machetes. Aquello no pasó inadvertido a Roberto, que como no podía ser de otra manera le tomó el pelo de nuevo:

—¿Qué llevas en la mochila, Adriancito? ¿Tus santitos? Pues no te van a servir de nada… A lo mejor hoy mismo te quedas en pelotas otra vez…

Adrián no dijo nada, faltaba poco para su venganza. Como hacía frío, el profesor de gimnasia les pidió a todos que se pusieran las zapatillas de deporte y se dejaran puesta su misma ropa de calle, dado que ese día solo iba a darles unas instrucciones de orientación para la ruta del sábado. A Adrián aquello le parecía perfecto, porque su mochila tampoco desentonaría. 

Una vez en el patio, les dijo dijo que iba a explicarles la ruta por la sierra del sábado. Había dibujado el itinerario en una pizarra que había sacado al patio y empezó también a dibujar los símbolos que podían encontrarse en el camino. Mientras hablaba, Adrián tocaba a través de la mochila el contorno de los machetes, saboreando el momento en que podría usarlos, cuando Kali le ayudaría.  Por el momento, dejó la mochila en el suelo, mientras observaba a Roberto. Este se dio cuenta de que le miraba, y le hizo un gesto que trazaba un aro imaginario sobre su cabeza, haciendo referencia a su afición. El profesor seguía hablando, pero Adrián había desconectado un poco de la charla.

—A ver Adrián… ¿qué quieren decir dos estas dos líneas cruzadas, una amarilla y otra blanca? —dijo, señalando en la pizarra.

—Pues … —, empezó a decir Adrián, pero no tenía ni idea. Estuvo unos segundos así, en silencio.

—¡Son el escudo de papa, Adrián! —gritó uno de sus compañeros, y todos los demás se rieron al unísono. Su fama no le dejaba en paz.

—¿Qué llevas aquí, santito? —dijo uno de ellos, cogiéndole de la mochila, que luego lanzó a otro.

—¡Callaros, maldita sea! ¡Hijos de puta! ¡Cabrones! —dijo Adrián, tratando de retenerla.

Siguió gritando,  fuera de sí, hasta que el profesor tuvo que intervenir.

—¡Basta! Traed aquí esa mochila.

Se hizo un silencio. Sebas cogió la mochila de manos de los alumnos.

—Esto no te va a hacer falta, Adrián. Y el resto, dejar de liarla, que parecéis niños pequeños… Vale, voy a explicaros lo de los palos de senderismo, que es una tontería, pero tenéis que saber cómo usarlos. Adrián, voy a guardar tu mochila en el vestuario, que no la vas a necesitar.

El profesor se fue al vestuario a dejar la mochila y buscar los palos de senderismo. Sus compañeros mantuvieron más o menos el orden, pero Roberto le hizo un gesto de cortarle el cuello a Adrián, mientras sonreía cruelmente.

Adrián se preguntó qué había pasado con sus peticiones a Kali. El profesor se había llevado su mochila con las armas, estaba tan indefenso como siempre… Y ese maldito Roberto…

Sebas volvió con una caja llena de palos de senderismo y los empezó a repartir. Después les explicó cómo se desplegaban, la altura correcta a la que había que llevarlos, la flexión del brazo, y otros detalles. Luego les invitó a andar con ellos un poco. Mientras daba vueltas, Adrián pensó que el momento de la venganza había pasado, y él no había podido hacer nada…  Sobre todo porque Roberto le había susurrado al pasar a su lado:

—De esta no te libras, santito, vaya escenita que has montado…

Cuando llevaban un rato caminando por el patio, a Sebas le sonó el móvil. Contestó con monosílabos y luego aclaró a la clase que era algo urgente que y que se tenía que ir. Encargó a Pablo, el delegado, que recogiera los palos al terminar y se fue.

Los alumnos estaban desperdigados por el patio, y aquella era la ocasión para Roberto y su grupo, así que no la desperdiciaron. Fueron directos hacia Adrián y lo rodearon. 

—Gracias a ti Sebas nos ha llamado niños pequeño… Pues vas a ver que no lo somos.

El delegado de clase se acercó y les dijo:

—Vamos, Roberto, déjalo, dame los palos.

—Tu calla, pelota, que eres un pelota —contestó este.

El grupo de chavales empezó a empujar a Adrián de uno a otro lado. Pablo intentó impedírselo, pero le sujetaron entre dos. Cuando Adrián llegó a Roberto, este le dio tal empujón que lo hizo caer al suelo otra vez.  Cayó de muy mala manera, y el palo de senderismo se le escapó de la mano. Lagrimeando de rabia, se llevó la mano al bolsillo y descubrió en él la la figurita de Santiago, y con sus dedos acarició su bastón de peregrino. Parecía latir con vida propia;  y aquello electrificó su cuerpo. La energía llegaba a su mano derecha, que cogió el palo caído por el extremo de la punta. Incorporándose a medias con ayuda del  otro brazo, blandió el palo y golpeó con todas sus fuerzas a Roberto en la cara con la empuñadura. Este recibió tal impacto que retrocedió  unos pasos trastabillando, hasta que cayó cuan largo era. Adrián aprovechó ese momento para levantarse del todo y agarrar el palo con las dos manos.  

—¿Alguien más? —dijo, provocativamente, mirando a su alrededor.

Roberto, en el suelo, se llevaba la mano a la cabeza, confuso y dolorido, gimiendo débilmente.

—Cabrón,  me has hecho sangre…

Pero no tuvo fuerzas para levantarse, y la cuadrilla que lideraba tampoco sabía qué hacer. Uno de ellos trataba de ayudar a Roberto, otro se lanzó hacia Adrián y recibió otro soberano golpetazo en la cabeza, cayendo igualmente al suelo.

—¿Os vais a quedar ahí? —gritó Roberto desde el suelo, todavía con la mano en la cabeza—. ¡Es solo uno, atacadle!

Pero en ese momento se oyó una voz mucho más grave y tranquila que la de Roberto:

—Nadie va a hacer nada. Quietos todos.

Era el  profesor de gimnasia, que regresaba antes de tiempo del asunto urgente que le había requerido.

—¿Qué ha pasado? —preguntó al delegado.

—Pues, he tratado de recoger los palos…

—Y es obvio que no lo has conseguido. ¿Quién ha empezado esto?

—Se ha liado todo… Roberto no me quiso dar su palo y un par de su pandilla me retuvieron…

—Ya, y Adrián no ha tenido nada que ver, supongo.

Sebas tomó al delegado por los hombros y se lo llevó aparte, para hablar con él en voz baja. Roberto miraba con todo su odio a Adrián, pero este le sostuvo la mirada, aún blandiendo su palo, y Roberto no fue capaz de decirle nada. Los otros chicos miraban hacia otro lado.

—Muy bien —dijo Sebas, cuando volvió—. Ahora vais a devolver todos los palos a Pablo para que los guarde. Que alguien ayude a Roberto y a Paco a levantarse. Y ya hablaremos de lo que ha pasado aquí… 

El delegado fue recogiendo los palos, pero Sebas le pidió el suyo a Adrián directamente, extendiendo la mano. 

—Esta no es exactamente la utilidad de este palo, Adrián… —dijo, mientras lo cogía de su mano.

—Yo, lo sé, pero…

—No me expliques nada… —dijo en voz baja— En la excursión del sábado hablaremos largo y tendido. Debes aprender a quién pedir ayuda en estas situaciones. Lo que ha pasado será nuestro secreto —añadió, guiñándole el ojo.

—¿Podré ir?

—Podréis ir a la excursión todos menos Roberto —dijo ahora, alzando la voz—, creo que no entiende muy bien el espíritu del senderismo. Tú Adrián, en realidad tampoco, pero aprenderás, vamos a tener varias excursiones antes de hacer el Camino.

—¿El Camino?

—Sí —dijo Sebas, con una mínima sonrisa por primera vez—, en verano haremos unos tramos del Camino de Santiago, los que queráis apuntaros. ¿No te lo han dicho?

Adrián sostuvo la figurita en su bolsillo, que pareció latir con vida propia una vez más. 


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