(confesión en voz alta)

Me hubiera gustado créanme, hablarles de mis cosas. De cómo he llenado mi vida con aventuras sin fin, entre un dos países exóticos o antagonistas, como España y Turquía, Marruecos e Islandia… o, ¿por qué no?, Estados Unidos y Rusia. Me hubiera gustado tener una vida mediocremente plena, llena de andanzas por los barrios bajos de una ciudad cualquiera, con encuentros entre sórdidos y fascinantes con irredentos personajes del lumpen. Y haberme corrido juergas desnudo en algún antro de mala muerte, experimentado el horror en la noche de un parque, o la exaltación de meter el dedo en el ojo a mi amante, mujer u hombre.

Me hubiera gustado ser gay, cuando ser gay era estar proscrito, y ser ruso, o uzbeko, o magiar, en un país occidental donde los rusos, uzbekos o magiares eran especímenes exóticos y el solo hecho de mirar con sus ojos pequeños, rasgados, de párpados aplastados o cómo quiera que tengan los ojos los uzbekos o los magiares, transmutaba la realidad en algo distinto. También me hubiera gustado presumir de diferente, outsider, extravagante o perverso, en un mundo en el que todo es tan plano y gris que precisa de mi mirada para ensalzarlo. 

Habría disfrutado al beber la sexta jarra de cerveza de la mañana,  el primer vaso de vodka vespertino o la última botella de champán robado en no se qué garito del que me han echado por harapiento, borracho o escandaloso. Querría haber sido el príncipe de los países del segundo mundo, de los detritos del primero, y haber brillado como el reflejo de una estrella nova en una lata oxidada de coca cola, o los pezones enhiestos de una puta de lujo en una habitación de hotel.

Pero la casualidad o el destino quisieron que naciera en el primer mundo, en un país no tan triunfador como para ser un rebelde, como Bukowski, ni tan gris como para que mi pasado me revistiera de un aire nuevo,como a Limonov. Tuve entonces que labrar mi futuro literario hablando de cosas tan mundanas como las historias a las que mis  personajes me llevaran, ingeniando tramas chocantes, sorprendentes o tan solo emocionantes. A veces conseguí buenas historias,  otras non ni logré puntos de vista tan sorprendentes como el del ojo de un hombre amenazado de muerte en un parque, o el de un maniaco medio tonto diseñando mujeres para pervertidos. 

Encontré refugio en la prosa de antiguos narradores, me deslumbraron los formalismos del nuevo y viejo siglo XX, me emocioné con la poesía de los hombres honestos, y tengo que confesar que si algo encontré en Bukowski o Limonov, fue sobre todo diversión. Reí con las chocantes y sórdidas anécdotas y en algún momento, créanme, quise ser como ellos.

Y pensé en dejar mi trabajo, y dembular por el mundo, como un bala perdida, un enfant terrible, un Sputnik orbitando en el espacio sideral. Y en dejarme barba de varios días, o pelos de punta, al estilo punk, y unos cuantos tatuajes. Y en hollar el asfalto de  las ciudades céntricas de la escena literaria con mis historias banales revestidas de metáforas, mi carácter atrabiliario y mi personalidad única. Y ser un celebérrimo escritor que ha hecho de sus miserias y ocurrencias el centro de la escena, de su necesidad, virtud; y  de su propia vida la materia con la que construir su obra, como las arañas tejen su tela, con la que de vez en cuanto atrapan a algunas ingenuas moscas con extraños gustos literarios.

Pero, ya lo he dicho: no nací en el lugar adecuado, ni crecí en la mejor familia para ello. Al final tuve, como tantos, que luchar con personajes, tramas, adverbios, artículos e imágenes, y en la cima de este edificio trabajosamente construido, me encontré tan solo un enorme sillón orejero de cuero en el que editores advenedizos se fuman, por turnos,  puros a la salud del trabajo diario de losautores que no se dedican a exhibirse a tumba abierta buscando likes como el nuevo maná.

Pues eso, amigos, que yo, en lugar de este, hubiera querido ser Limonov o Bukowski. ¿Ustedes no?


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