(Microrretratos Urbanos – 5)

No puede tener más de treinta años, pero su atuendo podría llevarlo  una mujer de cualquier edad. La chaqueta es la que luciría una dama inglesa de alcurnia para hacer equitación, y debajo viste una camisa sin cuello de un tejido algodonoso de color beis. Pero la chaqueta, abotonada con elegancia desde el cuello hasta más abajo de la cintura, es de color rosa. Los pantalones son también beis, y combinan a la perfección con el resto del conjunto, cubriéndole las pantorrillas hasta los tobillos, que quedan al aire.

El pelo va recogido hacia atrás con un prendedor,  es el tipo de peinado que a las madres les encanta ver en sus hijas, cuando tienen el pelo largo: ondulado, bien peinado y recogido en la coronilla.

Pero lo que me fascina son los zapatos. Unos mocasines de doble pasador con hebilla, de un granate brillante que hace juego con el pintauñas de sus manos. El color de la chaqueta y todo el conjunto me evoca una tarta de fresa  y nata servida en una fiesta de comunión de gente bien, pero los remates brillantes de los zapatos de raso me recuerdan el espumillón de navidad.

Podría llamarse Pitita, Conchita o Carmencita si tuviera veinte años más y vistiera igual, pero en su juventud yo la bautizo como Mercedes o Carmen, a secas.

Observarla es sentirse transportado a una boda, una puesta de largo o un cumpleaños de jóvenes adinerados, o quizá de la nobleza, en un lugar de abundancia en el que solo importa esperar a que lleguen los amigos o los regalos. Coge el móvil como una adolescente cogería su diario íntimo, y sonríe para sí sobre lo que quiera que esté chateando. Hay en ella un aire de diversión despreocupada, la de quien no ha tenido —quizá me equivoque— que ocuparse nunca de ganarse la vida.

Con ese aire despreocupado de la lucha por vivir yo quisiera que hubieran crecido todos los niños del mundo.

© Pedro Alcoba González 2024 (excepto la imagen que acompaña el texto)


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